lunes, 27 de enero de 2014

Una historia coruñesa (I)


Objetivos: No realidad, sino verosimilitud. Más sentimiento que dato; no, sentimiento no, sensación. Una aproximación desde lo interno a la objetividad externa, pues toda objetividad se percibe desde lo subjetivo. Al mismo tiempo, ignorar lo subjetivo, lo que significa no entrar en psicologismos baratos. Es mi subjetividad la que define en un primer momento el relato, luego el lector. Relato histórico, que no relato de la historia. Esto último no sería mi tarea, ni me hallo capacitado para ello. En un sentido beethoveniano, emplear el arte para lo que realmente vale: sensación, que no sensualismo. En estos ejes enmarcar la realidad, los hechos, lo objetivo que, aunque hablen por si solos, merecen otro tratamiento distinto del meramente historiográfico para retratar de una vez a los auténticos héroes (los reales, los de carne y hueso y sangre y vísceras) como los héroes se merecen y no como un compendio de acciones vacías de alma o una apoteosis del alma sin ninguna acción.

Restricciones: Ajustarse a los cánones del siglo XXI. Primero: prosa, no verso (aunque el asunto merezca un tono épico no se debe evitar el intimismo). Segundo: Sucesión de escenas cortas a modo de relato, no tratar todos los facta sino imágenes de los mismos, imágenes definitorias de sucesos y caracteres. Corto, breve, incisivo: para facilitar la lectura en línea y mantener el interés del lector sin caer en la folletinesca ni en la vulgaridad.

Método: Juntar una palabra con otra y así sucesivamente. Figuras retóricas ocasionales. Suma de semas orientada a alcanzar los objetivos propuestos sin salirse de las restricciones planteadas. Creación, en suma. Narración no pormenorizada, pero sí detallada.

Resultado:

Una historia coruñesa

Sucedió todo hace años, en esa vaga época de la cual se nos van muriendo los que la recuerdan. Sucedió también en un marco espacial, como todo lo que sucede, con una relación causa-efecto en la que los sucesos se sucedían el uno al otro como una especie de sino romántico (que siempre marca en el recuerdo la vida de los protagonistas de cualquier historia y más la vida de los que en esos momentos se dedicaban a una actividad como la de nuestros héroes). Sucedió, pues, en un marco espacial determinado: en una calle de esta ciudad plagada de lluvia y de malas miradas. La calle, ahora, es lugar de compras y helados de McDonalds; antes, era lugar de paseo y de sociedad, donde las chicas iban a mirar a los chicos y se fraguaban también otros dramas más convulsos y brutales.

Sucedió en un día de julio, caluroso (presupongo). Uno de esos días húmedos y pegajosos, donde el sudor es como sangre que corre por nuestras caras. Y allí, en la Calle Real (perciba el lector la ironía del nombre), una joven pareja (él, poco más de treinta años; ella, encinta) se dirigía entre los viandantes a su destino. Él remataba su cigarrillo con ese aire de tranquilidad que solo da la costumbre.

Se pararon un momento enfrente del portal para tirar y pisar la colilla. Ella sacó una llave de su discreto bolso. Vestían como obreros, gente del pueblo, pero aquello no era inusual; no solo la alta sociedad se daba cita allí para disfrutar del día despejado. En un establecimiento cercano un viejo monárquico acababa su chocolate mientras un falangista apuraba su vino. Por la calle paseaban algunas jóvenes acompañadas de carabina mientras los hombres las miraban con disimulo apenas contenido.

La mujer abrió el portal y le dirigió una mirada a su compañero. ¿Fue una mirada cómplice? Quizá. Él palpó lo que llevaba bajo su chaqueta para asegurarse de que seguía allí y, juntos, se internaron en el edificio donde todo iba a estallar de una vez por todas.


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