lunes, 8 de noviembre de 2010

Opus 133 (3.- La Gran Fuga - 4)



 ¡Dios mío, hoy ha pasado algo realmente increíble! Ha pasado algo que se escapa a toda lógica, algo que noto que será crucial en mi vida, un punto de inflexión, o puede que se trate sólo de los desvaríos de un par de locos en esta ciudad de neón y pecado. Es uno de esos momentos en los que notas como si el destino, o Dios mismo, hubiera puesto sus ojos sobre ti, uno de esos momentos donde sabes que cada decisión que tomes será absolutamente crucial para tu futuro. El último momento así que recuerdo fue cuando me planteé la idea de mudarme a Nueva York después del divorcio, y las decisiones de esa época marcaron los últimos diez años de mi vida. Hoy he notado de nuevo esa sensación, pero será mejor que trate de describirlo desde el principio en este burdo amago de diario que llevo para poder releerlo en el futuro y tratar de encontrar la lógica que seguro se encuentra oculta en todo esto.

  El día transcurrió con normalidad a pesar de que ayer se repitió de nuevo la pesadilla. Me tiré mañana y tarde en el casino que está al bajar la calle analizando las ruletas, grabando todos los datos en mi mente y jugando un poco a diversos engañabobos para que esos gorilas que tienen de seguridad no se dieran cuenta. Comí incluso allí, una comida frugal pero nutritiva. Por la noche había decidido regresar a ese espectáculo erótico, era como si algo me llamara a ello. Bueno, algo, ese algo es mi maldita pesadilla. Era mi pesadilla lo que me llamaba a volver allí.

  Así que allí fui y al principio todo transcurrió con normalidad. Me tomé con tranquilidad mi whisky mientras observaba impasible el espectáculo de las primeras chicas. Muchas ideas extrañas rondaban por mi cabeza, como si alguien las hubiera puesto allí en contra de mi voluntad. Y entonces salió ella, la chica rubia.

  Fue presentada como Eva “la belleza norteña”. Era apenas una chiquilla de poco más de veinte años. Su pelo era rubio, de un rubio intensamente claro, casi doloroso. Su rostro tenía facciones de niña, con un leve toque exótico. Su espectáculo no estaba mal, aunque hay que reconocer que alguna de sus compañeras lo hizo mejor. Lo que más me llamó la atención entonces fue que estuvo un buen tiempo como buscando a alguien entre el público con la mirada. Entonces fijó sus ojos azules como el hielo en mí, y no los apartó durante el resto de su actuación. Yo miré en sus ojos y percibí algo familiar en ella, como si la conociera de algo, y noté esa misma muestra de reconocimiento en su expresión. Fue cuando ella acabó el espectáculo y se retiro tras el telón y yo me pedí otro whisky tratando de recordar de qué conocería a aquella niña.

  Al cabo de un rato uno de los hombres de seguridad del local se acercó a mí para comunicarme que una de las señoritas me pedía amablemente que fuera a su camerino. No tuve la menor duda de que era ella, y efectivamente no me equivoqué.