martes, 14 de junio de 2011

Opus 133 (3.- La Gran Fuga - 6)


 Una noche cuando ella apenas tenía cuatro años unos ladrones entraron en su casa, recuerda que mataron a su madre, y cómo atacaron a su padre, y ella perdió la consciencia. Se despertó en el hospital y de allí pasó a un hogar de acogida. Le dijeron que era huérfana, pero en su fuero interno algo siempre le dijo que su padre había sobrevivido a aquel ataque. Al poco tiempo la adoptó la familia Smith, ella se llamaba realmente Emily Smith, no recordaba su anterior apellido. Pero por desgracia por aquel entonces el sistema norteamericano de adopción no funcionaba demasiado bien y su nuevo padre resultó ser un alcohólico y un pederasta. A los catorce años se escapó de su casa y de su pueblo en un tren de mercancías. A partir de ahí su vida fue de mal en peor. Baste decir que acabó inmersa en la red de trata de blancas de un tipo hasta que logró pagar su libertad hacía apenas unos años y que desde entonces había trabajado aquí.

  Hasta ahí su historia. Y ahora lo ilógico. Por muy extraño que suene, así es como pasó, y esto es lo que yo sentí en ese momento.

  En cuanto dijo que su madre le había enseñado ruso a mí me vino instantáneamente a la cabeza la frase Я тебя люблю. He de decir que nunca supe hablar ruso, pero me vino esa frase a la cabeza así como su traducción: “Te amo”. Pero ahí no acaba todo. Sé que esto es lo más ilógico de todo, pero, es justo lo que pasó, y esto no es una sensación mía o un conocimiento subconsciente como pudo haber sido lo anterior.

  La canción que su padre tocaba una y otra vez y que ella recordaba y me puso en el radiocasete no era otra más que la Gran Fuga de Ludwig van Beethoven.

  En ese momento pensé que todo era una especie de broma macabra y enrevesada, pero al instante recordé la sensación que tuve al abrazarla y recordé mis pensamientos sobre que era ese maldito sueño lo que me había traído hacia aquí y esperé a que acabara su relato. Cuando acabó su historia una terrible duda asaltó mi mente y tuve que preguntarle quién era el cabecilla de esa red de trata de blancas, tuve que hacerlo, era como si el destino golpeara la puerta de mi subconsciente y me lo estuviera pidiendo a gritos. Ella me dijo que no le había conocido en persona, pero sí que había escuchado su nombre, así que le insistí. Su respuesta era la que me temía. El hombre que la había prostituído se llamaba Steven Butcher.

martes, 22 de febrero de 2011

Opus 133 (3.- La Gran Fuga - 5)



 Su camerino era pequeño y apenas contaba con una cómoda con espejo, un biombo, un pequeño lavabo anexo y una cama de matrimonio. Al ver la cama inmediatamente sospeché del motivo por el que había sido llamado, y esas sospechas parecieron confirmarse en cuanto ella salió de detrás del biombo. Salió vestida con una bata de seda que apenas tapaba sus partes pudendas. Me vio y sin dirigirme la palabra se aproximó a la cómoda y de uno de sus cajones sacó lo que parecía ser una vieja foto. Se quedó mirándola un buen rato y luego me miró a mí, de nuevo su mirada volvió a la foto y de nuevo a mí, y así un par de veces más, hasta que finalmente sus ojos se llenaron de lágrimas y se abalanzó hacia mí, abrazándome.

  Yo dejé que me abrazara, sin poder reaccionar apenas sorprendido como estaba ante su gesto, y entonces noté algo demasiado extraño como para poder explicarlo con precisión. Era como si no fuera la primera vez que ella me abrazaba. Había algo familiar en sus sollozos, y en la presión que ejercían sus brazos, y en el calor de su cuerpo y hasta en el olor que se dejaba entrever vagamente a través  del denso perfume barato. Esa sensación me invadió por completo y no pude si no echarme yo también a llorar y abrazarme a ella con todas mis fuerzas. No sé por que lo hice, pero estuve así un tiempo incontable, hasta que ella dijo algo y lo que dijo me extrañó tanto que lo único que pude hacer fue apartarle de mi lado. Ella me había llamado “papá”.

  La aparté y le explique que yo no era su padre, que nunca había tenido ninguna hija, pero ella negaba con la cabeza ante cada cosa que yo le decía. Estaba totalmente convencida de que yo era su padre. Cuando vi que no podría convencerla le pedí que tratara ella de explicarme por qué creía eso y entonces me enseñó la foto. Era una foto grande y algo antigua donde se veía a un grupo de veinte hombres trajeados con una firma bajo los pies de cada uno. En la parte de abajo se veía impreso: “Universidad de Harvard, Departamento de Matemáticas. Promoción del 78”. Ella me señaló a uno de esos hombres y me explicó que ese era el único recuerdo que le quedaba de su padre. Era un hombre joven, el más joven de la foto, con rasgos caucásicos. La verdad es que se parecía bastante a mí con la única diferencia de que yo nunca había estudiado matemáticas en Harvard.

  Llegué a la conclusión de que la pobre chiquilla tenía algún tipo de complejo de padre ausente o algo así, algo por lo que lo estaba pasando realmente mal, un buen caso para mi psicólogo sin lugar a dudas. La niña debió de fijarse en mi parecido con el hombre de la foto y de ahí venía todo esto. Le volví a explicar que yo no podía ser ese hombre, que yo había vivido casi toda mi vida en Iowa y que nunca había estudiado en Harvard. Le volví a explicar que nunca había tenido hijos pero ella seguía convencida de lo que decía. Para que se calmara un poco le pedí que me contara su historia, el por qué ese era el único recuerdo que tenía de su padre y como la hija de un licenciado de Harvard había acabado trabajando en un club de Striptease de Las Vegas. Pensé que así se podría calmar un poco y recapacitar, pero fue peor el remedio que la enfermedad. Su historia era realmente triste y había algo tan extraño en ella… la sensación, era casi como si recordara… Pero primero contaré su historia y luego el efecto que provocó en mí, con el único fin de poner un poco de orden en este extraño relato.

  Por lo que me dijo ella había nacido en el 80 en el seno de una buena familia de Atlanta. Lo único que recordaba de su madre era que le había enseñado algo de ruso ya desde muy pequeña. A su padre lo recordaba casi siempre en su despacho, trabajando en incontables fórmulas matemáticas, o eso o tocando el violín. Me dijo que nunca había podido borrar de su cabeza una canción que solía tocar, hasta me la puso en un viejo radiocasete. Sigo con su relato y luego hablo del resto como ya he dicho, mejor seguir un orden.