Joseph Conrad era un tipo normal, de unos cincuenta años, que cada día se sentaba a la barra del Jonathan’s a tomar su café y leer sus periódicos. Llegaba, se sentaba y mientras daba pausados tragos a su dosis diaria de cafeína ojeaba rápidamente el New York Times para darle un leve vistazo a las noticias del día. La política no le interesaba, por eso no se paraba demasiado en esto. Con el café ya casi mediado cogía su segundo periódico, el que realmente se paraba a analizar y analizar una y otra vez. Lo recuerdo como si fuera ayer: cada vez que cogía el Financial Times prácticamente se sumergía en sus páginas y no levantaba la vista hasta que el café ya estaba totalmente frío y tenía que volver al trabajo. En ocasiones desplegaba ante sí, en plena barra, todas las páginas de cotizaciones del Down Jones, cogía una pequeña libreta desgastada que siempre llevaba consigo y se ponía a escribir frenéticamente en ella números y más números mientras de vez en cuando miraba su reloj de pulsera a través de sus viejas gafas.
En una ocasión me atreví a preguntarle por sus acciones, y él escuetamente me aclaró que no tenía. Ese fue el primer diálogo seco que mantuve con él, pero a base de vernos día tras día nos acabamos conociendo. Según me contó había nacido en un pequeño pueblo de Iowa y vivido allí hasta que le admitieron en la universidad del estado. Sus años de estudiante no fueron destacados, era un hombre bastante tímido y con dificultades para relacionarse con los demás por lo que no hizo demasiados amigos, pero sí que conoció a una chica y se acabó casando con ella. Estuvo más de diez años casado pero finalmente llegó el inevitable divorcio.
Tardó bastante en contarme el por qué de su divorcio, pero uno de los últimos días que vino por aquí se decidió a hacerlo. Esa era ya la etapa en que bebía bastante y siempre parecía preocupado por algo y no hicieron falta más de un par de copas de whisky para sonsacárselo. Según me contó ella siempre había querido tener hijos pero el escueto sueldo de él apenas daba para ellos dos por lo que siempre se había negado. Finalmente la mujer se cansó y le planteó una especie de ultimátum: o tenían un hijo o ella le dejaba. Él echó sus cuentas y vio que realmente podían permitirse un hijo, vivirían sudando para llegar a fin de mes, pero podían permitírselo. Él se negó. El trámite del divorcio fue rápido e indoloro para ambos. El por qué se había negado a darle un hijo a su esposa no lo sabía ni él, pero por lo poco que lo conozco supongo que le daba miedo el compromiso que eso supondría. Creo que esta pequeña anécdota puede desvelarles mucho de la personalidad de Joseph.
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