Allí, en la calle
oscura, de madrugada. Apoyando su mano sobre un portal desierto en
una acera desierta el silencio lo envolvía. No el silencio, la
ausencia de sonido. Porque el sonido se había muerto ya, apagado. Su
pose cabizbaja, boquiabierta, le delataba. En el suelo, a sus pies,
los restos de la noche que moría lentamente, como si no quisiera
morir, como si se resistiera.
Un coche pasa y, desde
él, lo observan. No lo conocen, claro, pero como si lo conocieran.
Al fin y al cabo, solo era un hombre como tantos otros, con sus
alegrías y sus tristezas. Él pensaba en lo que había perdido, lo
que se había ido por el retrete.
Un nuevo movimiento
brusco y vuelta a empezar todo de nuevo. No había forma de parar
aquello. De nuevo el sonido, líquido y gorgoteante. Era ese maldito
sonido lo que le crispaba los nervios. Él vivía envuelto en sonido,
pero el silencio era su deseo secreto. Aunque no cualquier silencio.
Solo el silencio en que uno se conoce a sí mismo, eso buscaba para
nunca encontrarlo.
Y en medio del acto, una
pregunta. Porque nos definimos con el sonido, con el lenguaje. Pero
las palabras mienten... ¿quién es uno mismo? Quizás él era más
lo que ya no era, lo que había sido. Quizás en el pasado había más
certeza que en el presente. Pero el pasado es palabra, y por tanto
nos miente.
Por eso buscaba el
silencio; porque debes alejarte, alejarte de ti mismo para saber
quién eres, para identificarte. Por eso buscaba el silencio, pero no
lo encontraba. Rectifico. Algún silencio encontraba: el suyo, por
ejemplo. Y quizás su silencio fuera lo que le había llevado esa
noche a ese portal desierto.
Y eso lo odiaba.
Un silencio en el que
encontrarse, un silencio en el que cumplir sus sueños. Pero, ¿quién
era él si no un hombre?, ¿qué era su «yo» si no otro «yo» en
la cadena del tiempo? ¿Quién sabe?, quizás fuera yo.
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