Subieron las viejas
escaleras con calculada calma, una a una, sin precipitarse. La madera
se combaba levemente bajo sus pies dejando en el aire su sonido
característico. Allí dentro, el luminoso día parecía apagarse;
tan solo unos pocos haces de luz se deslizaban por el resquicio de la
puerta y los tristes ventanucos que daban hacia afuera estaban
cubiertos de polvo y manchas grasientas.
Habían quedado con
Antonio y su compañera. Habían quedado con la antelación
recomendada. En su casa, como venía siendo habitual. Allí tendrían
mucho de lo que hablar, muchas cosas que discutir en baja voz. Un
oxímoron de libro al que les obligaba la vida que los cuatro habían
escogido. Una vida en la que uno debe discutir en susurros no es una
buena vida, pero era la única que tenían, la única de la que
sabían y la única que podían vivir. Los cuatro, en el centro de
muchas más personas de discusiones susurradas.
José y su acompañante
no se dirigieron la palabra mientras subían esas escaleras. Lo
hicieron en un silencio sepulcral, amenazador. Quizá hasta
premonitorio. Un símbolo del largo silencio que atravesaba su
tierra... o, simplemente, una pequeña precaución más de esas que
seguían ya de forma natural, por la fuerza de la costumbre.
Claro que ellos entonces
aún no sabían lo que le había pasado a Antonio y a su compañera
el día anterior, en una cafetería.
Pero no tardaron en
imaginárselo.
Nada más llegar al piso
al que se dirigían, doblando un recodo en los escalones, se toparon
de bruces con dos tipos de aspecto siniestro en la puerta de sus
amigos.
Entonces se lo
imaginaron, de forma súbita, sin tiempo para respirar, ni para
pensar. Se lo imaginaron y supieron que tendrían que actuar.
(Continuará)
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