Objetivos: No
realidad, sino verosimilitud. Más sentimiento que dato; no,
sentimiento no, sensación. Una aproximación desde lo interno a la
objetividad externa, pues toda objetividad se percibe desde lo
subjetivo. Al mismo tiempo, ignorar lo subjetivo, lo que significa no
entrar en psicologismos baratos. Es mi subjetividad la que define en
un primer momento el relato, luego el lector. Relato histórico, que
no relato de la historia. Esto último no sería mi tarea, ni me
hallo capacitado para ello. En un sentido beethoveniano, emplear el
arte para lo que realmente vale: sensación, que no sensualismo. En
estos ejes enmarcar la realidad, los hechos, lo objetivo que, aunque
hablen por si solos, merecen otro tratamiento distinto del meramente
historiográfico para retratar de una vez a los auténticos héroes
(los reales, los de carne y hueso y sangre y vísceras) como los
héroes se merecen y no como un compendio de acciones vacías de alma
o una apoteosis del alma sin ninguna acción.
Restricciones:
Ajustarse a los cánones del siglo XXI. Primero: prosa, no verso
(aunque el asunto merezca un tono épico no se debe evitar el
intimismo). Segundo: Sucesión de escenas cortas a modo de relato, no
tratar todos los facta
sino imágenes de los mismos, imágenes definitorias de sucesos y
caracteres. Corto, breve, incisivo: para facilitar la lectura en
línea y mantener el interés del lector sin caer en la folletinesca
ni en la vulgaridad.
Método: Juntar una
palabra con otra y así sucesivamente. Figuras retóricas
ocasionales. Suma de semas orientada a alcanzar los objetivos
propuestos sin salirse de las restricciones planteadas. Creación, en
suma. Narración no pormenorizada, pero sí detallada.
Resultado:
Una historia coruñesa
Sucedió todo hace años,
en esa vaga época de la cual se nos van muriendo los que la
recuerdan. Sucedió también en un marco espacial, como todo lo que
sucede, con una relación causa-efecto en la que los sucesos se
sucedían el uno al otro como una especie de sino romántico (que
siempre marca en el recuerdo la vida de los protagonistas de
cualquier historia y más la vida de los que en esos momentos se
dedicaban a una actividad como la de nuestros héroes). Sucedió,
pues, en un marco espacial determinado: en una calle de esta ciudad
plagada de lluvia y de malas miradas. La calle, ahora, es lugar de
compras y helados de McDonalds; antes, era lugar de paseo y de
sociedad, donde las chicas iban a mirar a los chicos y se fraguaban
también otros dramas más convulsos y brutales.
Sucedió en un día de
julio, caluroso (presupongo). Uno de esos días húmedos y pegajosos,
donde el sudor es como sangre que corre por nuestras caras. Y allí,
en la Calle Real (perciba el lector la ironía del nombre), una joven
pareja (él, poco más de treinta años; ella, encinta) se dirigía
entre los viandantes a su destino. Él remataba su cigarrillo con ese
aire de tranquilidad que solo da la costumbre.
Se pararon un momento
enfrente del portal para tirar y pisar la colilla. Ella sacó una
llave de su discreto bolso. Vestían como obreros, gente del pueblo,
pero aquello no era inusual; no solo la alta sociedad se daba cita
allí para disfrutar del día despejado. En un establecimiento
cercano un viejo monárquico acababa su chocolate mientras un
falangista apuraba su vino. Por la calle paseaban algunas jóvenes
acompañadas de carabina mientras los hombres las miraban con
disimulo apenas contenido.
La mujer abrió el
portal y le dirigió una mirada a su compañero. ¿Fue una mirada
cómplice? Quizá. Él palpó lo que llevaba bajo su chaqueta para
asegurarse de que seguía allí y, juntos, se internaron en el
edificio donde todo iba a estallar de una vez por todas.
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